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Ese mismo día, Andrés Caicedo (el mítico escritor caleño quien se suicidó a los 25 años) cumpliría 54 años de nacido. También fue un homenaje a él, al rebelde que hizo de Cali un lugar literario. Ese jueves, como cada día, un grupo de amigos con edades entre los doce y dieciocho años nos reuniamos en la esquina de la Carrera 2b con Calle 78, en el barrio Petecuy 1. En esas cuatro esquinas de ese cruce estaban ubicadas la Tienda de los paisas, Punto Rojo, la Cacharrería de la Culona y la fritanga de Doña Susana. Ahí en ese ambiente sano, pero libertino nos encontrabamos todas las tardes. Esa semana había llovido mucho, se había encendido algunas alertas sobre el jarrillón del Río Cauca a su paso por Cali debido al alto nivel. Sobre ese jarillón en Petecuy vivían asentadas más de seiscientas familias. El día anterior el agua ingresó a los lotes y pasillos del jarrión e inundó todo. Nosotros escuchabamos los rumores, pero no atendiamos la urgencia.
La tarde del jueves el Presidente de la Junta de Acción Comunal de Petecuy 1 (Alonso Carmona) se acercó a la esquina y nos dijo:
- Muchachos, ¿por qué no ayudan a entretener a los niños que se inundaron del jarillón? Tenemos ciento sesenta niños en la sede comunal sin nada qué hacer.
Nos cruzamos miradas Luis Gabriel, Jonathan, Samir, Jey, Viviana, Camilo, Gustavito y Leidy. No éramos una pandilla, ni consumiamos drogas, ni tratabamos con armas, ni extorsiones, ni vendiamos drogas. Parchabamos en esa esquina con una amistad respetuosa a conversar sobre fútbol, mujeres, balaceras, etc. El único vicio era el cigarrillo que fumaba Jey. De resto comíamos fritanga donde Doña Susana o veíamos a otros menores llegar a la esquina.
- ¡Hágale Tavo vamos! - Expresó Luis Gabriel e inmediatamente todos confirmamos.
Gustavito se disfrazó de payaso, Jey de mimo, Samir llevó una tambora, Luis Gabriel, Jonathan y Camilo consiguieron balones de fútbol, ropa de segunda en buen estado, alimentos y un trofeo. Leidy aportó un par de ula ula, cucharas, costales y toda su experiencia como animadora de vacaciones recreativas. Fui hasta mi casa y saqué varios libros que guardaba en mi biblioteca personal. ¿Qué podrían hacer libros ante una calamidad como la de una inundación, un hacinamiento de más de cien niñas y niños? Solo sé que hice la siguiente pregunta: ¿qué tiene un escritor para darle a su comunidad? Lectura en voz alta, me respondí.
Durante quince días cambiamos la esquina por el polideportivo de Petecuy 1, por la sede comunal y la cancha de fútbol. En ese tiempo me dirigí a la Biblioteca Departamental, con mi llave maestra y llevé en préstamo seis libros infantiles en gran formato de la serie Nano va a la playa del escritor Ivar Da Coll. Con esa provición leía en volz alta cada día frente a cientos de niñas y niños, que maravillados por las ilustraciones, la historia y la voz expresaban nunca haber vivido tan de cerca un libro infantil.
La ola invernal que atravesó el departamento del Valle del Cauca terminó luego de diez días de que el nivel del Río Cauca llegará a su máximo nivel. Nosotros regresamos a la esquina a seguir nuestra rutina y las familias regresaron a sus viviendas. Nos sentíamos productivos, útiles para la sociedad. Sentíamos que en el barrio había sucedido algo que nos dio un lugar y que con edades entre los doce y dieciocho años estabamos reflexionando sobre las acciones sociales o la preocupación por los demás, cosas que a muy pocos nos inculcaron en un barrio donde la violencia, la droga y la muerte son pan de cada día.
Pasados quince días, a la esquina de Punto Rojo, donde estabamos Luis Gabriel, Jorge Andrés y Jey, llegaron dos niñas y un niño. Se acercaron, nos miraron con camaradería, estrechamos las manos de ellos en un acto de parcería.
- Profesores, ¿y entonces nos tenemos que volver a inundar y quedar sin nada para que nos lleven libros, juegos, partiditos y comida? - Expresó Marcela mientras sonreía.
Nosotros sonreímos. Nadie respondió una sola palabra. Las expresiones de gracia en nuestros rostros fueron para ellas una respuesta a medias. Continuaron su camino calle abajo.
La conversación entre nosotros continuó, pero en mi cabeza esa pregunta afirmativa de Marcela me daba vueltas. Entonces les dije a mis compañeros que hicieramos más de seguido este tipo de cosas en el polideportivo, en la cancha o en Cinta Larga (sector de asentamiento subnormal en Petecuy entre los años 1990 y 2014). Luis Gabriel aceptó, Jey igualmente, pero Jorge Andrés y Camilo que acababa de llegar dijeron que a Cinta Larga no se metían.
- ¿Este barrio como está y vos pensando en meternos allá? ¡Oí a este! Yo le voy, si mucho al polideportivo y eso que ahí anda caliente ya han robado a los empleados y a la gente por ahí, no ves que ahí en la entrada hay una línea de microtráfico. - Sentenció Jorge Andrés.
- Vos sabes Tavo que el barrio viene caliente entre los buenavetureños y la gente de afuera, es mejor quedarnos quietos. -Finalizó Camilo.
Asentí y en la noche, con mi libreta de apuntes hice intentos de darle nombre a una iniciativa. Recordé en ese instante a Luis Soriano y su Biblioburro. Había leído de su iniciativa, de sus travesías por el magdalena, en medio de los enfrentamientos entre guerrilla y paramilitares, su heroísmo y la alegría y emoción que le sembraba a las niñas y niños de poblaciones y caserios remotos a los que llegan libros en préstamo a lomo de Alfa y Beto, sus dos burros acondicionados con estanterías para llevar los libros. Pensé también en Petecuy, mi barrio, en la violencia con la que nos tocó crecer, con las balas de dosis diarias, con la mala fama y con miedo en todo lado contra el que nadie pelea o le hace frente.
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